lunes, 4 de agosto de 2014

Vicente







Don Raimundo, cliente habitual, entró por la puerta con Vicente y se sentaron en una mesa. A Vicente le habían abandonado de niño en el altar de la iglesia, y Eugenia, la mujer que por entonces se ocupaba de la parroquia y de la casa del cura, lo encontró y lo crió como si fuera suyo. Nadie reclamó a aquel niño, y ni en Los Álamos, ni en toda la comarca se supo de alguna mujer recién parida que no tuviera a su pequeño con ella. 

Eugenia había muerto hacía unos años, y el muchacho había adoptado sus funciones, aunque estaba claro que la cocina no era lo suyo, pero mantenía los espacios limpios y ordenados. No era mal chico, simplemente seguía siendo como un niño, a pesar de tener casi veinte años. Tenía el pelo lacio, casi siempre le caía sobre los ojos, y al hablar con alguien solía apartarlo con las dos manos hacia los lados, como si fuera una cortinilla, lo que hacía que los niños bromearan con él y le hicieran comentarios, a veces de mal gusto.

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