Don
Raimundo, cliente habitual, entró por la puerta con Vicente y se sentaron en
una mesa. A Vicente le habían abandonado de niño en el altar de la iglesia, y
Eugenia, la mujer que por entonces se ocupaba de la parroquia y de la casa del
cura, lo encontró y lo crió como si fuera suyo. Nadie reclamó a aquel niño, y
ni en Los Álamos, ni en toda la comarca se supo de alguna mujer recién parida
que no tuviera a su pequeño con ella.
Eugenia
había muerto hacía unos años, y el muchacho había adoptado sus funciones,
aunque estaba claro que la cocina no era lo suyo, pero mantenía los espacios
limpios y ordenados. No era mal chico, simplemente seguía siendo como un niño,
a pesar de tener casi veinte años. Tenía el pelo lacio, casi siempre le caía
sobre los ojos, y al hablar con alguien solía apartarlo con las dos manos hacia
los lados, como si fuera una cortinilla, lo que hacía que los niños bromearan
con él y le hicieran comentarios, a veces de mal gusto.
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