sábado, 30 de agosto de 2014
La visita
No podía parar de mirar a “mi padre“, de escuchar cada palabra que decía por miedo a que por su boca saliese algo que estuviera fuera de lugar. No es que fuese un hombre que no supiera comportarse, todo lo contrario, caía bien a todo el mundo por su carácter afable y campechano. Era educado y cortés, pero no dejábamos de ser humilde gente de barrio al lado de una familia que disponía de todo tipo de privilegios, y aunque yo casi me sintiera uno de ellos, seguía temiendo al rechazo.
Andrajos
sábado, 23 de agosto de 2014
Recuerdos
Cumplí los
18, y llegó la hora de ir a la universidad. Me decanté por la informática y me
marché a Alicante. Mi madre me alquiló allí una habitación, y dejamos el piso
de Benidorm, ella ya se había instalado con su novio, y los fines de semana
podía quedarme con ellos.
El tipo
vivía en un piso enorme con todo tipo de comodidades, y mi madre estaba
encantada. Eso cambió con el tiempo, en mis visitas empecé a encontrarla más
demacrada y ojerosa. Había veces que me recibía en bata y sin arreglar, eso no
era propio de ella, siempre iba peinada y maquillada como una diva —se
entristeció al recordar.
jueves, 14 de agosto de 2014
Llamadas que no llegan
Acabé de
pasar mi última noche allí, ahora podía ir a otra ciudad y solicitar una plaza
en otro albergue o volver a dormir en la calle. Me quedaban 50€ en el bolsillo,
unas botas, un saco de dormir, dos jerseys, dos pantalones, calcetines y ropa
interior, además de un neceser de aseo, mi ordenador, que mantenía siempre
oculto a los ojos de los demás y sólo sacaba en la biblioteca, y un maldito
teléfono móvil de prepago que nunca sonaba, y cuyo saldo para hacer llamadas
era de dos euros.
lunes, 11 de agosto de 2014
El beso
Se paran,
se miran, él la coge por la cintura y la besa. ¿Y qué hace ella? Se queda
parada, perpleja, luego sale corriendo, y el cucurucho de palomitas queda a los
pies del chico, que se mete las manos en los bolsillos y le da una patada.
lunes, 4 de agosto de 2014
Diamond life
Las oficinas se encontraban en la primera planta de un edificio de la calle Serrano, contaba con unos pocos despachos, una sala de reuniones y una gran sala común donde trabajábamos la mayor parte de los empleados: redactores, correctores, fotógrafos, maquetadores… Mi trabajo consistía en hacer reportajes sobre hoteles de lujo, coches de lujo, restaurantes de lujo, entrevistas a gente poderosa, y aquello me encantaba. Tanto entrevistaba a un conocido empresario como escribía sobre la última exposición de alguna galería de arte. Visitaba hoteles de cinco estrellas por Madrid, los viajes a hoteles más lejanos estaban reservados a personas más veteranas en la revista o se preparaban los reportajes por correo electrónico, con intercambios de información y fotos. Empecé a conocer productos delicatessen de los que jamás había oído hablar, y a recibir muestras de cosméticos de las firmas más importantes. Todos querían aparecer en nuestra revista, porque sus lectores podían pagarse cualquier capricho.
Andrajos
Vicente
Don
Raimundo, cliente habitual, entró por la puerta con Vicente y se sentaron en
una mesa. A Vicente le habían abandonado de niño en el altar de la iglesia, y
Eugenia, la mujer que por entonces se ocupaba de la parroquia y de la casa del
cura, lo encontró y lo crió como si fuera suyo. Nadie reclamó a aquel niño, y
ni en Los Álamos, ni en toda la comarca se supo de alguna mujer recién parida
que no tuviera a su pequeño con ella.
Eugenia
había muerto hacía unos años, y el muchacho había adoptado sus funciones,
aunque estaba claro que la cocina no era lo suyo, pero mantenía los espacios
limpios y ordenados. No era mal chico, simplemente seguía siendo como un niño,
a pesar de tener casi veinte años. Tenía el pelo lacio, casi siempre le caía
sobre los ojos, y al hablar con alguien solía apartarlo con las dos manos hacia
los lados, como si fuera una cortinilla, lo que hacía que los niños bromearan
con él y le hicieran comentarios, a veces de mal gusto.
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