lunes, 14 de julio de 2014

El bar


Don Fulgencio era conocido en todo el pueblo por su fuerte carácter, que se agriaba los días pares y se hacía insoportable los impares. Regentaba el bar del pueblo, donde los vecinos acudían a echar la partida, y se tomaban un vino sin etiquetar que no se sabía muy bien si estaba hecho con uvas o con unos polvos para dar color a aquel mejunje agranatado que sabía más a vinagre que a otra cosa, y que en graduación alcohólica debía pasar de los veinte. Era un hombre grande, con unas manos enormes y curtidas que indicaban una vida de duro trabajo. Tras una juventud haciendo carreteras y aspirando los vapores del alquitrán, compró el bar de Cosme, cuando éste, por la edad, ya no aguantaba las maratonianas sesiones tras la barra.

Aquello le sirvió para reunir un poco de dinero y atreverse a frecuentar a María, la hija mayor del barbero, pero ella, que aspiraba a una vida de comodidades, enamoró un verano al hijo de un empresario andaluz con el que se casó y se fue a vivir a Sevilla. Así que al final decidió que ya que había agasajado a la familia del barbero lo suficiente, no era mala idea rondar a la hija pequeña, Sara, una muchacha preciosa, pero tímida y callada que, aunque no fuera su sueño de mujer, era trabajadora y educada, y seguro que le daba unos cuantos hijos que le ayudasen con el bar.

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